Cuando se casan los amigos
Luego del consabido minuto de silencio que suele acompañar a semejantes noticias, cobro conciencia de las duras circunstancias que se avecinan en el corto plazo, ya que a partir de cierta edad el celibato deja de ser un estado civil, para convertirse más bien en una plaza librada al ataque de piratas y corsarios, que sólo esperan vencer la resistencia de un último e incómodo centinela. O sea yo.
Sin querer me he convertido en un problema de salud pública. Y es que las mujeres casadas, al igual que las instituciones bancarias, suelen desconfiar de los hombres solteros, a quienes acostumbran sepultar en la desprestigiada categoría conceptual conocida como “los amigotes”: seres de vida promiscua e irregular, que se niegan a cumplir con el sabio contrato intergeneracional que ve en la familia la célula básica de la sociedad.
Soy, pues, el único prófugo de una banda desmantelada. A ojos vista el más peligroso. Para unos, por los chanchullos que conozco y que estoy en capacidad de divulgar (recuerden ustedes que no hay forma de no escuchar, “los oídos no tienen párpados”); para otros, por la inquietante posibilidad de que el día menos pensado me ponga creativo, y me dé por organizar un ameno reencuentro entre los insurrectos hoy favorecidos por el beneficio procesal de casa por cárcel.
Me cuesta mucho aceptar que la patota ha sido disuelta, que todo ha llegado a su fin. Que no habrá más rumbas ni operativos nocturnos con esos compinches que, como valientes espartanos, no preguntaban cuántos eran los enemigos sino dónde estaban. Ya no albergo dudas de que la próxima vez que mis amigos sepan de los rigores de una amanecida será cuando el llanto de sus pequeños hijos les impida pegar un ojo durante toda la noche.
Sólo los veré en anodinas reuniones sociales, donde me será imposible evitar que sean evocadas las anécdotas juveniles que tanto fastidian a las esposas (entre otras cosas, porque siempre son las mismas); o en amenas fiestas infantiles, donde me reconvendrán, severamente, el detallazo de no haber llevado a ninguno de mis sobrinos a la piñata de Spiderman III.
Nos dice el periodista peruano Renato Cisneros una gran verdad: “Un amigo que se casa es un camarada que se pierde. Cuando pasas los treinta, y ves cómo la gente con la que creciste va formando nuevas familias, y toma abrupta distancia de la vereda que hasta hace poco compartía contigo, experimentas una soledad inédita, rara, jodida”.
Todos los esfuerzos por buscarme un nuevo grupo de panas han resultado fallidos. No manejo los códigos de las generaciones emergentes. A cada rato se me sale lo viejo. No me han dejado otra opción que esperar que esa muerte que fue intermitente, gracias a la imaginación de José Saramago, entregue también su sobre violeta a mi amada soltería. Y así, al pie del altar, a punto de besar a nuestra futura señora, consiga yo reunir las fuerzas necesarias para perdonar la traición de mis viejos compinches.
Porque como bien lo dijo Publio Siro: “La amistad que acaba no había comenzado”.