miércoles, septiembre 10, 2014

Conjeturas sobre un sable

Como si fuese un vestido demasiado estrecho, al padre Guido el mundo ya le aprieta. En su pequeña habitación, en compañía de un puñado de libros y apenas confortado por las delicias salidas del fogón de la Casa del Clero, «el jubilado del espíritu» redacta una carta que le sirve de pretexto para rememorar la desesperada encomienda que lo llevó a  visitar por nueve días la frontera oriental de Italia.
«Es extraño lo cerca que siento —o mejor, lo cerca que están de nuevo, desde hace algún tiempo— aquel octubre de 1944, aquella inverosímil región de Carnia ocupada por los alemanes y sus aliados cosacos, y hasta aquel oficio con el que el obispo de entonces —creo que por consejo de nuestro inolvidable padre Cioppi, rector del instituto salesiano de Tolmezzo— me invitaba a trasladarme a Carnia con el propósito de interceder ante los cosacos, al objeto de que pusieran fin a los ultrajes y atropellos que infligían a aquellas pobres poblaciones», recuerda en su misiva el protagonista de Conjeturas sobre un sable (Anagrama, 1994), novela del escritor triestino Claudio Magris.
En 1944 una compañía de viejos soldados de variado origen (osetos, cosacos, armenios, georgianos, turquistanos, circasianos de Azaerbaiján), desterrados de las tierras de sus ancestros por la Revolución Bolchevique, conquistan el noreste de Italia para establecer allí, en los límites con Austria y Eslovenia, la nueva patria cosaca. La operación la encabeza el atamán Piotr Krasnov, un oficial retirado del ejército zarista devenido socio del nazismo por dos turbias razones: la obsesión por vengar la injusticia histórica cometida contra su pueblo y la urgencia de hacerse con cuantiosas unidades de apoyo  militar. La suya es, en palabras del narrador, una sincera pero desviada pasión por la libertad, que lo condena a una mecánica esclavitud: «Krasnov ya no quería darse cuenta de nada, lanzado como un peso muerto en aquel abismo que se hacía la ilusión de haber elegido».
El padre Guido, en su larga carta, entreteje el recuerdo de estos y otros hechos históricos con reflexiones propias de un ser religioso. Nos relata su llegada a Carnia, para luego interrumpir la descripción con una densa disquisición acerca del libre albedrío y su compatibilidad con la inteligencia divina, ésa que sabe el porvenir que aguarda a los pueblos y conoce las acciones que mañana serán ejecutadas por las personas, de suerte que «parece todo ya decidido, incluso el bien y el mal que habremos de realizar». Habla también de su encuentro fortuito con un oficial cosaco —posiblemente Piotr Krasnov («o solo es mi fantasía la que me lleva a creer que detuve en la calle a un caudillo, para sentirme un mini-Hegel que no se limita a mirar a un Napoleón en escala reducida, a un pequeño Espíritu del Mundo a caballo, sino que se le pone audazmente delante y le dirige la palabra»)—, para después desviar el relato hacia una divagación sobre el advenimiento de la muerte, momento decisivo en la vida de un cristiano, cuando «se despliega su verdad definitiva».
La alusión a la muerte no es aislada ni antojadiza. De seguidas, el sacerdote nos comenta una noticia aparecida el 13 de agosto de 1957 en el Corriere di Trieste, donde se informa acerca del traslado a Alemania de tres cadáveres exhumados en el cementerio de Villa Santina (uno de ellos, aparentemente, el del general traicionado y derrotado Piotr Krasnov): «Se leía en la crónica que “estaban los alemanes llevando a cabo uno más de sus enredos en perjuicio del atamán, su iluso e ingenuo aliado”, cuando entre la tierra removida por el sepulturero para llevarse los desechos abandonados por los tres oficiales despuntó la empuñadura de un sable, la periodista no había dudado de que se trataba del sable de Krasnov y le había parecido el símbolo de una última rendición, casi de una expiación por el mal que había acarreado y al mismo tiempo un don digno y humilde. En el Corriere di Trieste viene la fotografía de esa empuñadura, a la que le falta la hoja. Una empuñadura parda y curva, finamente engastada, que parece sugerir soledad: promesa de gloria y sello de vanidad, breve ilusión de seguridad y apoyo para la mano que la aferra y cree sentirse menos sola en el fluctuar de las cosas. La tierra restituyó aquella empuñadura, pero no así la hoja: un arma que no puede herir, estandarte sin regimiento o caballo sin caballero. Esa empuñadura, en la fotografía, tiene un algo de impávido, un gesto grandilocuente de desafío, que amenaza con aquello que no podría jamás poner en práctica».
Los hechos sugeridos en la crónica no encajan con las investigaciones del sacerdote en retiro. Desmienten las revelaciones encontradas en libros de la Biblioteca Municipal, consultados gracias al servicio de préstamo de obras. Tampoco concuerdan con los testimonios personales del general Varat ni con las conclusiones del centenar de ensayos, revistas y folletos de divulgación histórica compulsados por el padre Guido en el cuarto de la Casa del Clero; documentos enviados, de manera oportuna y gentil, por el encargado del Instituto para la Historia del Movimiento de Liberación y dos párrocos del Friuli. El reportaje del Corriere di Trieste, por ejemplo, nada dice del historiador Pier Arrigo Carnier, quien afirma que el atamán Krasnov rindió su sable al ejército inglés el 27 de mayo de 1945 en Austria, tras negociar un acuerdo —incumplido finalmente—para evitar ser entregado a las autoridades soviéticas. Esta falta de rigor periodístico se aviene mejor con la tradición oral, cultivada por los contertulios del bar Stella d̕oro, según la cual Krasnov cayó muerto en una emboscada de la Brigada Garibaldi en un sector propincuo al arroyo San Michelle.
«Toda esta historia complicada e inconexa no es sino una historia de fugas, a menudo disfrazada de asaltos y de avances, y tal vez por eso la siento tan cercana, ya que, salvo los raros momentos en que se vive en gracia de Dios, en gratificadora armonía con las cosas que nos rodean, toda la vida me parece una fuga, un derrotero atosigador y atosigado (….) No estoy buscando la verdad, sino más bien las razones que expliquen el falseamiento de la verdad. Hasta para lo que respecta a Krasnov la verdad es una, clara y simple, como siempre. El sí es sí y el no, no, como dice el Evangelio y eso es todo (…) La ambigüedad es un pretexto de los débiles, para achacar al mundo su incapacidad de discernir, como un daltónico que acusase a la hierba y a las amapolas de tener colores indistinguibles», reflexiona el recoleto.
La comprensión de la última aventura de Piotr Krasnov termina por ser una indagación sobre la naturaleza del mal y la estrecha relación que guarda con el mesianismo. También, por supuesto, el análisis de una existencia que nunca se queda quieta y se mueve en ámbitos antitéticos: de general de un ejército disuelto a exitoso autor de novelas históricas (el padre Guido refiere en su carta el criterio informado de su amigo el padre Caffaro, lector voraz, quien alaba la calidad literaria de algunas líneas pergeñadas por el atamán) y de allí a padre fundador de la patria cosaca.
«Son los primeros pasos en el mal aquellos de los que debemos guardarnos; cuando ya estamos encaminados, cualquiera que sea el sendero, es difícil volver atrás, como para quien es esclavo del vino y se hace ilusiones de que después de haber vaciado la botella que tiene delante, la última y luego basta, podrá dejar de beber (…) Krasnov ya no tenía oídos para ninguna historia verdadera, sino solamente para su propia declamación, que repetía para sí mismo. “Era el ejemplo palpable de un trágico malentendido al que debemos asistir demasiado a menudo”, decía el padre Caffaro, “es decir, el de un hombre bueno que hace el mal”. Entiendo lo que quería decir. Como he señalado ya más arriba, los gestos, de los que me ha hablado mucha gente, con los que cogía del brazo a su mujer o hablaba en la calle con los campesinos o los niños, eran reveladores de un hombre que sabía lo que eran el amor y el respeto hacia toda criatura humana. Y por el contrario blandía el sable para crear un mundo que, si su sable no se hubiera perdido, no habría conocido ni el amor ni el respeto, y del que él habría sido probablemente una de sus primeras víctimas. Bajo su ostentado rebuscamiento aristocrático tenía lugar un proceso elemental, tosco, estoy por decir. Trataba instintivamente de igual a igual a un montañés que acarreaba leña, y habría tratado del mismo modo a cada uno de ellos, pero su odio forzado por las ideologías le hacía reo de la más abstracta de las ideologías, que él confundía con la realidad inmediata y le impedía pensar y sentir en plural. Si primero uno y luego otro y más tarde un tercer montañés se convertían en los montañeses, entonces ya no se acordaba de que eran uno, dos o tres de aquellos hombres con los que él sabía ser amable, sino que advertía entonces en ellos una oscura amenaza, una reivindicación, el acoso de una muchedumbre que le daba la impresión que quería tirarle del caballo. Y entonces sentía la necesidad de defenderse, el impulso irrefrenable de emprenderla a sablazos a su alrededor», comenta el padre Guido al describir el perfil psicológico de Krasnov.
Conjeturas sobre un sable es una historia de traiciones y de personas que han sido traicionadas Una historia donde resulta imposible identificar al verdadero traidor. Una historia de hombres imposibilitados para mirar más allá del caos de cada día, obsesionados, como están, con la idealización de una realidad que espanta la paz y niega la libertad.

«Es característica de quien está acosado por la muerte aferrarse a la hora de paz que consigue arrebatar, aunque ésta en realidad precipite su fin. La jeringuilla con la que un drogado se pincha, le quita años de vida, pero le regala un día. Tal vez estemos viviendo también nosotros de esa forma», (nos) advierte el padre Guido. 

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