jueves, enero 09, 2014

A toda tumba Venezuela

La realidad es contrarrevolucionaria. No cae seducida por supuestos comandantes galácticos, eternos e invictos de cuyas manos brota lluvia de vida. Tampoco se inmuta ante imaginarias guerras económicas ni se deja domeñar por planes de la patria diseñados en Cuba. Apenas basta con una desgracia, como la sufrida por la familia Barry Spear, en el kilómetro 174 de la vía Puerto Cabello-Valencia, para que toda la campaña propagandística de la gran misión «A toda vida Venezuela» se torne absurda y ridícula.
Sujetos incapaces, como el siniestro tándem de Miguel Rodríguez Torres, ministro del Interior y Justicia, y José Gregorio Sierralta, director del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), impostan el tono de la cordura y la solidaridad humana y recomiendan a los dirigentes de la oposición abstenerse de «politizar» el asesinato de la joven actriz y su marido. No están solos en tan seráfica empresa. En la salmodia los acompañan la morralla de golilleros y acobardados que hacen posible la revolución bolivariana; seres venales casi tentados a sugerir que resulta cosa de muy mal gusto ponerse a despotricar de un gobierno que acaba de subir el salario mínimo y, por ende, el monto de las pensiones de nuestros queridos viejitos. Toda una lección para aquellos que afirman, de manera irresponsable, que no existe moral en el burdel…
Lo curioso es que ninguno de estos paladines de la discreción y del silencio religioso, defensores a ultranza de la despolitización de la vida íntima, alzó su voz de protesta cuando la funcionaria Delcy Rodríguez utilizó ―con la misma elevada moral que observó su hermano Jorge Rodríguez en aquellos días en que ocultó su fanatismo chavista para hacerse pasar por rector independiente del CNE― sus influencias para divulgar el destino turístico de veintisiete personalidades y dirigentes políticos relacionados con la oposición a esta decadente dictadura militar con rostro civil.
Escribo «dictadura militar con rostro civil» porque diariamente menudean las pruebas que confirman el carácter ancilar del usurpador Nicolás Maduro, así como también abundan las tropelías y jaquetonerías del teniente Diosdado Cabello, cuyas declaraciones públicas no se hallan ajustadas al alcance propio de su posición institucional y ponen de relieve la existencia de un poder oculto detrás del solio miraflorino, un poder que deja ver su rostro en contadas ocasiones y siempre con el propósito de arredrar a la sociedad (lo anterior queda graficado cuando el jefe del  parlamento nacional declara que nunca será concedido un indulto al inspector Iván Simonovis, preso político del chavismo, a pesar de que todo el país sabe que esta medida administrativa es potestad exclusiva del presidente de la República). De allí que a nadie sorprenda las conclusiones de la reciente investigación del profesor Germán Pérez, especialista en historia de la Fuerza Armada y estudios del Estado Mayor, que demuestran como en los últimos quince años 1.614 militares de distintos rangos, entre activos y retirados, han ejercido cargos en la administración pública ―1.246 designados por Chávez y 368 por Maduro―. Entre los uniformados «enchufados» destacan aquellos que ocupan posiciones en alcaldías, gobernaciones, ministerios, viceministerios, la Asamblea Nacional, consulados y embajadas. En palabras del profesor Germán Pérez: «Nicolás Maduro es un instrumento del brazo armado del Estado, fundamentalmente del Ejército. Este mecanismo viene desde cuando Gómez tenía la prevalencia de la fuerza y a Chávez le tocó esa herencia perversa. Aquí se maneja la tesis del gendarme necesario, según la cual un militar es quien debe gobernar el país. Este compromiso del sector militar en la conducción del Estado lo hace partícipe de la corrupción; el gobierno está militarizado y ésta es la única forma de que se mantenga la revolución […] Con el exceso de militares en cargos públicos se evidencia que en el país no se cumple la subordinación de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana al poder civil, porque de ésta existir implicaría la aplicación de controles sobre la institución».
Ni lo militares enchufados ni las vestales protectoras de la moral pública protestaron cuando la ministra Rodríguez «politizó» la tradición de los viajes familiares decembrinos para malsinar a los dirigentes de la oposición y  atizar la hoguera de odio que aviva los días y las noches de las huestes de acomplejados y  resentidos que, ora con su voto, ora con su connivencia, legitiman un gobierno que ha reducido al país a la ignominia de dos servidumbres: la mafia militar y la dictadura castrocomunista. El silencio oportunista de quienes tenían el deber de hablar le permitió al pueblo venezolano concentrar su atención en la respuesta altanera del malandraje que se sabe impune: «No todo lo personal es privado».  ¡Quien lo diría, ministra Rodríguez! ¡De esa turbia manera también pensaban los esbirros que torturaron y mataron a su padre!
¿Por qué en unos casos lo personal es estrictamente privado y en otros no? ¿Por qué el pueblo venezolano está en el deber de polemizar sobre las vacaciones de los dirigentes de la oposición pero no puede discutir públicamente sobre las causas sociales, económicas y políticas que determinaron las circunstancias absurdas del asesinato de una de sus más queridas reinas de belleza? (El autor del doble homicidio fue un joven de diecinueve años; dato biográfico que revela que el sujeto tenía cuatro años de edad cuando Hugo Chávez llegó a la jefatura del Estado y que, por tanto, se trata de un delincuente hecho en 
«socialismo»). ¿Por qué no se puede abrir un debate sobre el fracaso de la política de seguridad? (Diecinueve planes gubernamentales en quince años y todos ellos derrotados por el hampa) ¿Por qué los chavistas sí pueden quejarse e indignarse por las víctimas del 27 de febrero de 1989 (lo cual, según el argumento en boga, equivaldría a politizar sus muertes) y el resto de los venezolanos deben callar acerca de los muertos de hogaño? ¿Por qué no se puede revisar la permanencia al frente del Ministerio del Interior de un militar fracasado que arrastra señalamientos por narcotráfico por parte de organismos de inteligencia de EE.UU.? ¿Por qué hay que guardar silencio por las responsabilidades administrativas de los encargados del mantenimiento del trayecto vial? 
Aquellos que no se animan a pronunciar directamente la palabra «silencio» son los mismos que se apresuran a reproducir en el país los devastadores efectos del acallamiento forzado. Una operación de ocultamiento de la crisis. Una fina maniobra que pretende vestir a la impunidad con los albos ropajes del respeto humano, de la solidaridad ante el dolor, de la lucha contra el aprovechamiento político de los acontecimientos. Sin embargo, no se necesita mucho cacumen para saber que  lo que piden estas personas equivale a un segundo asesinato. Ellos quieren convertirnos en cómplices de un nuevo asesinato («Ver en calma un crimen es cometerlo», advirtió José Martí). Ellos desean que descerrajemos nuestras balas de indiferencia y olvido sobre las víctimas. Pero ni Mónica ni Thomas se lo merecen. Tampoco se lo merece ninguna de las 24.763 personas asesinadas durante el año 2013 (de acuerdo con las cifras del Observatorio Venezolano de Violencia) ni las 101 personas ingresadas en la morgue de Bello Monte en los primeros siete días del año. Porque sí, porque lamentablemente este 2014 desde ya se perfila como otro año rojo rojito. En apenas una semana las crónicas periodísticas nos relatan otras tragedias familiares: en Ocumare del Tuy masacran a siete jóvenes de entre 14 y 20 años;  en Mérida asesinan a un estudiante de la Universidad de Los Andes; en Caracas matan a tres mujeres en distintas circunstancias y dos jóvenes pierden la vida por balas perdidas. También en la capital, en el apartamento 502 del bloque 4 en Casalta III, Catia, encuentran los cadáveres de Guido Efraín Méndez Arellano, de 44 años, profesor de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, y de su madre Glory de Jesús Arellano, de 72 años. 
Tantos criminales sueltos, pero al gobierno «soberano» de la República Bolivariana de Venezuela sólo le interesa arrestar al cubano Luis Posada Carriles y al asesor político J. J. Rendón.
Cuenta Platón que los tiranos griegos se valían principalmente de tres estrategias para mantener a la sociedad bajo su poder: corromper el alma de los súbditos, porque un hombre sobornable es incapaz de conspirar; sembrar la desconfianza, porque una tiranía sólo es derrocada cuando algunos ciudadanos confían entre ellos; y empobrecer a las personas, porque esto impide que los ciudadanos, absorbidos por el trabajo, tengan tiempo para organizar una rebelión. El gobierno revolucionario, que no democrático, ha empobrecido económicamente y moralmente al pueblo venezolano y lo ha condenado a consumir sus fuerzas en la búsqueda desesperada de productos alimenticios y de higiene personal desaparecidos de los estantes de abastos y supermercados. El tiempo invertido en colas y correteos se traduce en numerosas horas robadas al estudio y análisis de la realidad nacional, al debate sobre las diversas manifestaciones de la decadencia nacional. Ante la disyuntiva de pelear por la verdad o hacerse trabajosamente de un pote de leche, la mayoría de los individuos han optado por la segunda opción.
Esta conformidad ciudadana de renunciar a la verdad y refugiarse en la mentira propagandística representa, en sí misma, una verdad irrebatible. Refleja de primera mano la incapacidad de un sistema socialista de cumplir con las elevadas expectativas sociales que despierta en la población; una población envilecida por prácticas asistencialistas e intoxicada por discursos ideológicos fraguados en los moldes del odio y el resentimiento.
Militares sin honor y dirigentes revolucionarios devenidos magnates («si eres igualitario, ¿cómo es que eres tan rico?», se preguntaría el fallecido politólogo y comediante G. A Cohen) ocultan sus latrocinios tras la fachada de un pasticho doctrinario denominado socialismo del siglo XXI. Estos señores, con los pies sólidamente plantados en la tierra arrasada del aparato productivo nacional, con el apoyo cómplice de una izquierda continental cínica y bellaca, son los mismos que alzan la voz para alertar a los ciudadanos, apiñados en la cola, acerca del estallido de una guerra económica. Pero la realidad venezolana, signada por la descomposición del tejido social, se empecina en desmentir a diario el paraíso de los propagandistas del Minci. Lo cierto es que la guerra económica chavista se parece más a la degradación humana de una guerra civil, fratricida.
Hace pocos meses, el 26 de septiembre del año pasado, en la población de San Mateo, estado Aragua, las hermanas Ninoska Gómez y Rosibel González Gómez libraron una guerra muy diferente a la guerra económica de Maduro y su combo. Fue una guerra por la sobrevivencia, de esas que, según los astutos tiranos de la antigüedad, impide a los ciudadanos buscar la verdad. En el fragor de la lucha por un paquete de harina de maíz, Ninoska golpeó la barriga de su hermana embarazada y causó la muerte del feto de seis meses de gestación…
En esa dura y fascinante novela llamada La piel, el escritor Curzio Malaparte pone en boca de su protagonista la siguiente reflexión: «No me gusta ver hasta qué punto es capaz de rebajarse el hombre con tal de vivir. Preferiría la guerra a aquella “peste” que, después de la liberación, nos había ensuciado, corrompido y humillado a todos, hombres, mujeres y niños. Antes de la liberación habíamos luchado y sufrido para no morir. Ahora luchábamos y sufríamos para vivir. Hay una profunda diferencia entre luchar para no morir y luchar para vivir. Los hombres que luchan para no morir conservan la dignidad, y todos, hombres, mujeres o niños, la defienden con celo, con feroz obstinación. Los hombres no agachaban la cabeza. Huían a las montañas, a los bosques, vivían en cuevas, luchaban como lobos contra los invasores. Luchaban para no morir. Era una lucha noble, digna, leal. Las mujeres no exponían su cuerpo en el mercado negro para comprarse barras de carmín, medias de seda, cigarrillos o pan. Sufrían el hambre, pero no se vendían. No vendían a sus maridos al enemigo. Preferían ver morir de hambre a sus propios hijos antes que venderse, antes que vender a sus maridos. Sólo las prostitutas se vendían al enemigo. Los pueblos de Europa, antes de la liberación, sufrían con una dignidad admirable. Luchaban con la cabeza bien alta. Luchaban para no morir. Y los hombres, cuando luchan para no morir, se aferran con la fuerza de la desesperación a todo cuanto constituye la parte viva, eterna, de la vida humana, la esencia, el elemento más noble y más puro de la vida: la dignidad, el orgullo, la libertad de conciencia. Luchan para salvar su alma. Sin embargo, después de la liberación, los hombres tuvieron que luchar para vivir. Luchar para vivir es algo humillante, horrible, una necesidad vergonzosa. Nada más que para vivir. Nada más que para salvar la piel. No se trata ya de la lucha contra la esclavitud, la lucha por la libertad, por la dignidad humana, por el honor. Es la lucha contra el hambre. Es la lucha por un pedazo de pan, por un poco de lumbre, por un trapo con el que tapar a los niños, por un poco de paja para tenderse. Cuando los hombres luchan para vivir, todo, hasta un frasco vacío, una colilla, una piel de naranja, una corteza de pan seco recogida entre la basura, un hueso descarnado, todo tiene para ellos un valor enorme, decisivo. Los hombres se vuelven capaces de cualquier bajeza con tal de vivir, de cualquier infamia, de cualquier delito, con tal de vivir. Por un mendrugo de pan cualquiera de nosotros sería capaz de vender a su mujer, a sus hijas, de deshonrar a su propia madre, de vender a hermanos y amigos, de prostituirse con otro hombre. Estaríamos dispuestos a arrodillarnos, a arrastrarnos por el suelo, a lamer los zapatos de quien pudiera saciar nuestra hambre, a doblegar la espalda bajo el látigo, a secarnos sonriendo la mejilla manchada de esputos; y todo ello con una sonrisa humilde, dulce, y una mirada cargada de una esperanza famélica, bestial, una esperanza maravillosa».
La misma sonrisa humilde y dulce, la misma esperanza famélica y bestial que riela en las miradas de las mujeres y los hombres que habitan en el paraíso propagandístico construido en la tierra por el Minci.

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