martes, agosto 20, 2013

La conjura de los necios

En la ciudad de Nueva Orleans, en una de las casas de la calle Constantinopla, Ignatius J. Reilly, idealista de alma medieval, desoye los consejos maternos sobre la conveniencia de hacerse de un trabajo remunerado. Encerrado en su habitación destina todos sus esfuerzos a la escritura, a razón de seis párrafos por mes, de una extensa y virulenta crítica contra el siglo XX y la injusticia de la sociedad capitalista.
Nombre principal en la lista de personajes de la literatura humorística mundial, y protagonista de la novela La conjura de los Necios (Anagrama, 1989), del novelista estadounidense John Kennedy Toole (1937-1969), Ignatius J. Reilly no es un revolucionario cualquiera. En su época de estudiante se inicia en el activismo político, en compañía de su atípica novia Myrna Minkoff, 
con la fundación del Partido del Derecho Divino, una institución binaria (por la cuantía de su base de prosélitos) que preconiza la toma del poder por parte de un rey decente, de buen gusto y rica vida interior, que supere a sus súbditos en el manejo profundo de dos importantes disciplinas: la teología y la geometría. 
Un incidente con alumnos reaccionarios termina abruptamente la incipiente carrera profesoral de Ignatius («por el bien del futuro de la humanidad espero que estos alumnos sean estériles») y lo devuelve al cuarto de la casa materna. Allí, como fiel creyente de la diosa Fortuna, espera la llegada de tiempos más propicios. Retoma su análisis de La consolación por la filosofía, obra maestra del filósofo romano Boecio, y profundiza su desprecio por el escritor Mark Twain, verdadero culpable del estancamiento intelectual que consume a los Estados Unidos. Aprovecha también algunos momentos del día para empuñar su pluma («motor de la verdad», «espada vengadora del buen gusto y la decencia») para escribir algunas perlas de inquietante nihilismo.
«Sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie. Me veo obligado a actuar en un siglo que aborrezco. Soy un anacronismo. La gente se da cuenta y le fastidia», anota el ermitaño en sus cuadernos Gran Jefe. Sin embargo, la diosa Fortuna dispone romper el aislamiento de su devoto seguidor y en una visita a la tiendas por Departamento D.H Holmes, en compañía de su madre, la señora Reilly, Ignatius se ve enredado en un malentendido con un policía (el patrullero Mancuso, maestro del disfraz) y arrastrado a una expedición etílica por los bajos fondos de New Orleans. Al final de la farra, el inoportuno choque del vehículo familiar, al momento de salir del estacionamiento, impone una gran deuda económica que sella el destino del antihéroe de esta novela: la necesidad de «pervertirse» y salir a buscar trabajo.
Buscar trabajo se convierte en una tarea titánica para este joven de gran tamaño y corpulencia, con gorra de cazador y olor a bolsita de té usada, esclavo de una antojadiza válvula pilórica, su personalísimo talón de Aquiles. La mala suerte alcanza niveles siderales cuando el capitalismo se descuida, baja sus defensas, e Ignatius logra colarse en la economía productiva. El encargado de Levy Pants, una empresa textil en decadencia, decide nombrarlo como encargado del archivo, unidad administrativa que pasa a ser llamada, por su nuevo custodio, Departamento de Investigación y Referencia. Pero no será el único nombre que sufrirá ajustes; los apuntes sueltos cobran la forma del «Diario de un joven trabajador o adiós a la holganza».
Con las reflexiones del filósofo devenido joven trabajador comienzan las conspiraciones: la de Ignatius contra la sociedad y la de la sociedad contra Ignatius. En este punto las páginas escritas por el novelista John Kennedy Toole (quien murió sin poder disfrutar de la celebridad de su obra) alcanzan unas elevadísimas cotas de hilaridad. Los lectores asistirán, entre otros acontecimientos, al épico fracaso de la Cruzada por la Dignidad Mora, movilización cívica definida por su autor como «la primera y brillante arremetida a los problemas de nuestro siglo».
Humillado pero no derrotado, nuestro antihéroe persiste en su idea de dinamitar el sistema de desigualdades desde su interior. Con algo de maña, se erige en uno de los conductores de la industria de la comercialización de alimentos, esto es: en un perrocalentero. Ignatius se convierte, pues, al mismo tiempo, en el nuevo vendedor y mejor cliente de Salchichas Paraíso (se come lo que supuestamente debe vender). Con la bata blanca, vestimenta que lo hace parecerse a «un huevo de dinosaurio a punto de romperse», arrastra su carrito por las calles del Barrio Francés, «esa sentina del vicio», con la atención fija en los detalles estratégicos de su segunda gran aventura: el Movimiento por la Paz. ¿Pero qué dirá en esta oportunidad la diosa Fortuna? Eso es algo que no comentaré aquí. En esta reseña prefiero mejor revelar al lector las razones que emplea Ignatius Reilly para justificar su conversión de filósofo a salchichero: «Fue mi interés por los derechos civiles lo que me llevó a convertirme en un vendedor de salchichas. Sospecho que eso se debe a que la concepción fue particularmente débil por parte de mi padre. Debió emitir el esperma de manera un tanto descuidada».
Kennedy Toole escribió una gran novela, donde nos sorprende por el manejo magistral de los recursos humorísticos —la exageración, el malentendido, la repetición, el doble sentido, la salida ilógica, la adjetivación desquiciada, la apelación cómica a los estereotipos, la unión endeble de los contrarios y la grandilocuencia como fuente de risa—, pero también por la construcción de personajes memorables —toda la fauna del bar «Noche de alegría»: la propietaria nazi Lana Lee, la nudista Darlene y su pajarito, también el negro Jones («Sí, me he encontrao un trabajo de negro y un salario de negro. Ahora ya soy un auténtico miembro de la comunidá. Ahora soy un negro real, no un vagabundo. Sólo un negro. ¡Juá! ¿Qué diferencia hay?)—, la concatenación de episodios aparentemente inconexos, la crítica política a la realidad de su tiempo —la cacería de brujas del macarthismo y los residuos del régimen de segregación racial —y, finalmente, nos deslumbra por la fina evocación de los textos clásicos de la comedia épica que hay en su prosa. Una épica memorable que a ratos reproduce la incómoda heroicidad de los desencantados.

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